
Cuando era pequeña quería ser polizón en un barco mercante. Soñaba con viajar escondida entre cientos de cajas que irían a parar a tierras lejanas. No tenía miedo del mar embravecido ni de sus fuertes olas, tampoco me desalentaban los peligros que podían salir al paso. Si acaso, me inquietaba hundirme en el océano de bestias feroces, aunque estaba convencida de que si caía al agua, no me ahogaría, pues en la profundidad me saldrían agallas y podría respirar sin problemas.
Me pasaba las tardes imaginando que desembarcaba en Tokio, Japón. Tal vez influenciada por los dibujos animados, en los que encontraba fascinante que un monstruo destruyera la ciudad capital y al siguiente episodio renaciera de las ruinas como si nada. Debía ser un lugar mágico sin duda, pensaba.
Muchos años pasaron hasta que mi romance con la idea de visitar Japón se materializó, pero el día que pisé el aeropuerto de Narita, sentí como si en vez de llegar en avión lo había hecho a través de un portal fantástico en tiempo y espacio. Los anuncios y advertencias los hacían personajes animados. Parecía estar soñando. ¿Me esperó Tokio todos estos años?
En Tokio el aire susurra un lenguaje que en principio se figura incomprensible, pero con sus dedos de bruma se encarga de calibrar, poco a poco, los botones del alma.
Las miradas, aparentemente tímidas de los tokiotas van descodificándose y todo se vuelve claro, como si pudieras mirar a través de ojos rasgados lo que antes veías con ojos redondos.
Es una inyección de adrenalina lo que recorre el cuerpo al mirar las líneas de esta ciudad imponente de concreto, granito y neón, sin espacios desnudos, cuyas estructuras se levantan perfectas y vigilantes de lo que ocurre dentro. Dentro, porque las fachadas son sobrias, y hay que internarse en los bares, los karaokes y en los comercios. Buscar la entrada sin señalización a los corazones obsesionados con la perfección sin ornamentos.
El susurro de Tokio seduce como un buen jazz, y mientras más cala ese susurro en el alma, más se le revela a cada uno en su idioma: al cocinero le habla en sabores, al de negocios en sake y damas de compañía, a los escritores en Haikus…
Pareciera que Tokio es ideal para lograr un encuentro brutal con el propio ser, porque nada ni nadie se parece a uno, y uno no se parece a nada, ni a nadie.
Es donde el grito creador no duerme, igual que el traqueteo de los trenes sobre sus rieles extendidos en forma de neuronas, esas que vibran a mil por hora en sus cabecillas niponas. Como los pequeños movimientos de tierra que estremecen los edificios casi a diario. Y es que en Tokio lo cotidiano se vuelve extraordinario. La precisión en todo y la minuciosidad en el oficio hacen creer que cada persona es una pieza clave en la ingeniería de un robot gigante que, condenado a trabajar para el emperador, encuentra el secreto descanso en su corazón al revelar sus misterios a los forasteros y locales que se atreven a mirarle sin intimidarse.
El jardín de los bonsai
En mi experiencia, está claro que las musas, deidades griegas de las artes, decidieron dejar el Parnaso y mudarse a esta Isla muy lejos de su hogar, pues a pesar de la agitación de la ciudad, aquí la vida también transcurre como salida del soplo de una leyenda mágica inspirada por ellas.
Esto se hace evidente cuando visitas el jardín donde los árboles dejaron de crecer. Un espacio especialmente dedicado al cultivo y desarrollo de la técnica Bonsai. Un paseo en el que se pueden reconocer especímenes de todas partes del mundo.
En ese lugar de ensueño también es posible apreciar la ceremonia del té. Uno de los momentos más importantes que celebra la cultura japonesa. Se desarrolla en unos cubículos de madera, diseñados lo suficientemente cerrados para que nadie ajeno a la ceremonia se entrometa, pero lo suficientemente abierto como para permitir que se pueda admirar la naturaleza que lo rodea. Una mujer con su atavío tradicional confeccionado de una mezcla de algodón y lino prepara el té, y sin mirarte a los ojos explica que lo importante del ritual no es la calidad del senchá, sino que al final puedas admirar la taza, elogiarla, como manera de agradecimiento a la familia que hizo la artesanía de donde estás bebiendo.
Al salir del jardín de los bonsai me encuentro de nuevo con el contraste de una ciudad activa y convulsionada a la hora pico, cuando todos salen de las oficinas buscando dónde comer, tal es el frenesí, que podría decirse que Tokio es una ciudad con arritmia cardíaca, cada latido es diferente, aún cuando los produce el mismo corazón.
Es magia. Una magia tan rara y antigua que me dejó una estampa en el alma con el círculo rojo de un sol naciente, para siempre.
Esta publicación es una versión resumida del artículo original que podréis encontrar en la edición impresa.
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