A donde el corazón te lleve: Finlandia

Tenía tiempo sin escribir,  veo que mi última entrada fue en septiembre, pero es que he estado muy ocupada. Viajando. Este año estuve en lugares fascinantes. Por ejemplo en El Gran Cañón en los Estados Unidos. Un lugar que me parece, Dios usa cuando quiere aclarar sus pensamientos. Allí también pensé yo.

2016 me regresó a Shanghai, China, después de seis años y la verdad que extrañaba estar ahí. Fue como entrar en una elipse teletransportadora en la que se confundieron los tiempos. Como una paradoja, lo antiguo se me ha vuelto novedad. y por un instante, quise vivir ahí, de nuevo. Me percaté de que no he olvidado lo que aprendí de Mandarín.

Siempre sucede que cuando uno crece quiere volver a los lugares que resultaron difíciles, como para decirle a la vida: ¿ves? que crecí. No hubiese sido posible sin ti. Así que, gracias.

Pero, de esos lugares maravillosos y viejos o de las aventuras en tierras nuevas, llenas de sabores y visiones eternas en la pupila hablaré luego. Tal vez por ser Navidad, quiero contar sobre un lugar en el que me refugio cuando no estoy efectivamente en una latitud distinta. Un lugar en el que pocos han estado y del que no se habla en los sitios o revistas de viaje. Ese sitio es mi corazón.

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Y supongo  que porque el año nuevo se acerca y porque de hecho pronto será mi cumpleaños otra vez, desde el solsticio de invierno he comenzado a ahondarme en la nieve de mis recuerdos y a buscar refugio en mis imágenes sagradas.

Imágenes que a lo largo de mi vida he guardado y que como cobijas de lana me traen calor y me ofrecen confort cuando una amanece con la resaca de la algarabía de las fiestas decembrinas, con la familia extendida en la distancia. Entonces, sin más preámbulo, voy a desglosar hasta que se acabe el año, algunos de esos lugares que hasta ahora me han sido imposibles de olvidar pero que son tan hermosos que es un crímen no compartir.

Rovaniemi, en Finlandia.

En Rovaniemi vive el silencio. Silencio en las bocas de la gente, en los bosques, en el cielo.  Tanto es así, que se escucha el salto de un conejo, la estrepitosa caída de las ramas bajo el peso de la nieve. El aleteo de los pájaros, las burbujas que hacen los peces al respirar  debajo la capa congelada de los lagos. Claro, esto cuando el motor de las motos están apagados, por supuesto.

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Por Rovaniemi pasa una línea polar que corta la tierra con su escalpelo invisible. También me cortó por la mitad y por eso a veces, una de esas mitades se queda por allá, mientras la otra menea el café de la rutina.

En diciembre hay nieve y más nieve, metros y metros de escarchada nieve en kilómetros de tundra helada. También es un punto por excelencia para ver Auroras Boreales, aunque cuando yo fui, se escondieron, pero ese es otro episodio en mi memoria, para otro día de esta serie también.

Los finlandeses dicen que en Rovaniemi vive Santa Claus, los noruegos también se adjudican la residencia del barbudo juguetero, pero aquí tiene su casita oficial y miles de niños llegan a visitarle cada año.

Cuando aterricé allí, el suelo no se veía, sólo una cortina de neblina espesa velaba las ventanas del avión. Ese día, pensé que la tierra no existía y que el suelo, de hecho era una nube. El aeropuerto era una fiesta de niños esperando ir a ver a Santa.

Yo no fuí, aunque soy una niña y lo seré siempre. Aunque mi cara y  cuerpo muestran otra cosa. (Es que es el truco de la naturaleza, para protegerme de los depredadores que se quieren comer a los niños, con su baba paralizante y sus colmillos de aburrimiento).

No fuí porque en ese momento quería escuchar esa voz arrulladora del silencio.

Y es que por ese lado del Polo Norte donde vive Santa, al contrario de donde yo estaba, tiene su cabaña el ruido. Quietud  y ruido separados por una pared de viento que respeta el espacio de cada quien y no lleva chisme de un lado al otro.

Mientras escibo, pauso y sonrío, y vuelvo hasta allí a hacer angelitos blancos con mis brazos y piernas desnudas cuando al salir del sauna caliente hube de revolcarme en la nieve. Una noche donde a penas esos animales camuflageados de blanco, o los renos del barbudo, me vieron desde el cielo.

Si quieres visitar Rovaniemi, puedes venir a mi corazón, aunque es mejor la experiencia personal, después de todo, lo que me gusta a mí, puede que no sea tu plato favorito.

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(Una nota sobre eso, lleva comida en el saco porque el frío da hambre)…

 

 

 

 

 

 

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