Mi teletransportador

Aprendí a hablar inglés cuando tenía trece años por la razón más tonta. Quería saber qué decían las canciones que me hacían brincar el corazón. Recuerdo que la primera canción que me hizó palpitar fue «big in Japan» de los alemanes de Alphaville.

Luego fue «Let´s twist again» viendo a mi hermano mayor bailando. Yo le seguía el ritmo tratando de mover los piés, la cabeza y los bracitos mientras mi vestido amarillo de ositos y faralados volaba mientras giraba. Después ya más grande fue Eleanor Rigby, entre otras de los Beatles y mucho después cualquier cosa que sonara a Rock.

Esas letras extranjeras me hablaban de sentimientos y vivencias en otros idiomas y en tierras lejanas. Conforme pasó el tiempo me enamoré de música en lenguas más cercanas. En francés, italiano, y seguí más osadamente escuchando en alemán, chino, japonés y en bahasa. Música clasica y los beats de gente como Moby. Ritmos vibrantes y profundos que ayudaban a mi frondosa imaginación a levantar el vuelo.

Una de mis hermanas me dijo que lo más difícil para ella era regalarme música porque siempre escuchaba «cosas raras». Yo me reía y decía para mis adentros: de qué hablas si amo la música en todas sus versiones. Siempre querré más música, porque es mi teletransportador.

Si alguna canción me enloquecía, buscaba las maneras de traducir, entender lo que decían sus intérpretes, y es precisamente porque la música no tiene fronteras, viajo con ella. Un pasaporte y boleto gratis que no amerita dinero y mucho menos burocracia.

Por ejemplo, la primera vez que escuché un Ghazal, que es una especie de poema musiclizado tradicional de la India y del medio oriente, con letras que dejarían a cualquiera perplejo, no sólo por la complejidad de sus versos, sino también por sus palabras tan profundas, que compiten verbalmente con los impulsos trémulos de un corazón que late imperceptiblemente y que damos por sentado. Los Ghazal me inspiran de tal manera que no necesito estar, para estar.

Antes de emprender un viaje procuro indagar sobre su música, eso me habla de la gente, de lo que piensan y cómo sienten. Qué les ocupa y al final me deja inferir cómo son. Saber de sus cantantes me conecta con los locales, quienes después de que menciono aquel autor o músico se abren como una flor de medio día y sus ojos comenzan a brillar. Con esto traspaso un portal que conecta un par de almas para siempre.

Recuerdo aquel concierto en Nueva York donde conocí a The Beastie Boys. En Canadá encontré a Daniel Belanger y así a tantos talentosos que aún, esta noche de melancolías viajeras me devuelven a el lugar donde hicimos amistad. El Tango,  el flamenco, las balalaikas rusas y así tanto sentir que revienta todas las cuerdas del ser.

Momentos de bailes aromas, de cadencias y placeres que incluso antes de llegar, ya se me hacían propios y cercanos porque a través de la música, mucho antes de viajar, viajé a lugares de mi interior  donde estaban ellos, desde siempre. Y sin hablar hablamos. Todas esas épocas antes de mí y en el transcurso de mí.  Siempre ahí, en un acorde de guitarra o en las negras y blancas de un piano. En el ahullido de una flauta y el chirrido de un violín.

Toda la pasión en los tres toques de las baquetas antes de golpear la batería. El redoble en las suaves manos que ablandan el cuero de una tambora, las lágrimas en los cristales rotos de un triángulo solo.

Ahora mismo, antes de emprender un nuevo  viaje, me teletransporto con palabras crudas expresivas y feroces de canciones antiguas, que renovándose con  valentía, sugieren caminos que el corazón ávido se atreverá a explorar de nuevo.

Porque una travesía siempre se distingue de la otra, aunque sumando todas esas diferencias, en la misma tonada se devuelva una al mismo sitio, hasta un millón de veces.

 

 

 

 

 

 

 

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