Sydney corazón de Didgeridoo

En Sydney, se supone hace un maravilloso día soleado de 25 grados centígrados, al menos eso dice un canal del clima en internet. Pienso en la playa de Bonday, y en la bahía donde está la emblemática “escultura” que es la casa blanquísima de la Ópera que grita como una gaviota ven que te voy a deleitar. Quiero estar allí.

Repaso, con un rápido movimiento ocular mis recuerdos de esos viajes al quinto continente y veo el Jardín Real Botánico, la librería estatal de New South Wales, y las imágenes de cafés y restaurantes a lo largo de la bahía de la ciudad. Botes taxi y lanchas, pequeños ferris rompiendo las olas. Olores y sonrisas, calles, bares y vecindarios, todo nuevo, de nuevo.

Debo parar un momento en la transcripción de mis pensamientos, y es que siento un tremendo vuelco en el cuerpo y en el alma que me pone de cabeza. Y aunque el Castellano es un idioma monumentalmente rico, cuando se trata de describir lo que me produce Australia, me la veo en aprietos, porque mi corazón late al ritmo de un Digderidoo, ese instrumento ancestral que todavía hacen vibrar los aborígenes de ese país, y que emite un sonido fuerte, grave y vibrante que suena algo así como UhooooooooooWoooooooaaaaaaaooooooo, Aaaaaahhhhhuuuuuu, y precisamente así se oye mi corazón onomatopéyico ahorita.

Es que no importa si hace frío, calor, hay luna llena o nubarrones, lo que se siente tiene nombre propio.

-Qué te pasa Flor?

-Nada, me acaba de dar un “Sydney”.

Lástima que está tan lejos, es que como de esas exquisiteces, tan raras como los increíbles animales que habitan allí “down under”.

Hay tres momentos, tres actividades que marcaron mi visita, más allá del olor del lugar, a mar abierto, a libertad, a pesar de que irónicamente, la ciudad tiene una historia que cuenta miles de criminales como fundadores. Presos que enviaron desde Inglaterra a trabajar y a exiliarse allá, vaya que buen trabajo. Es que al hombre ocioso se le da oficio y el resultado puede ser maravilloso, pero no me desvío.

La primera fue subir o escalar el Harbour Bridge, un tour guiado pero donde se suda la gota gorda y se requiere no temerle a las alturas y estar en buenas condiciones físicas. Uno va amarrado con un arnés escalando por los peldaños de hierro todo el arco del puente. Una vista de la ciudad, de lujo.

La segunda fue, en un impulso de absoluta ternura cargar un koala, al cual resulté terriblemente alérgica y por poco muero. Luego me decía a mí misma en tono reprobatorio;

-¿De verdad? ¿Alérgica al pelo de koala?

Y la tercera, hacer el recorrido por las Montañas Azules, formadas de rocas milenarias que de alguna manera me trasladaban a los tepúes del macizo guayanés en Suramérica. Las mini “selvas” con árboles ancianos de hojas gigantes y otras plantas de apariencia jurásica, le sacan a una de este pequeño mundo que nos rodea.

Luego, en otro humor, porque eso es lo bueno de este país, de esta ciudad, hay para todos los gustos y como yo soy versátil me adapto a los cambios de intenciones, (tengo una muy buena amiga que sé, va a reírse mucho cuando lea esta línea sobre mi versatilidad).

La carne, el vino y el pescado, porque después de Japón no hay mejor lugar en el mundo, para comer pescado crudo que el mercado de pescado de Sydney. También hay ostras y langostas y cangrejos y erizos.

La carne, es para morirse, debo recomendar el restaurante The Cut, y al lado, esta el bar Argyle para completar la noche, aunque la diversión nocturna es lo que abunda, en este bar que recomiendo sirven unos cocteles que no por deliciosos dejan de ser peligrosos.

Recomiendo con los ojos cerrados hacer uno de los tantos paseos que te llevan a hacer una cata de vino en los viñedos cercanos, todo el día para emborracharse y pasar un día probando vinos ricos y compartiendo con gente encantadora.

Sin duda, Sydney es una ciudad de cinco estrellas y por cierto si estás en la onda culturosa, conciertos, exhibiciones están a la orden del día, pero ¿un dinero bien gastado?, un boleto para entrar a ver alguna obra en la ópera. Tremenda acústica!

Podría hacer una entrada interminable de bondades y delicias, bondades como el mar, como la limpieza, como la amabilidad, como la tolerancia, como el rugby, como las BBQ, como los parques, como las vistas, como la sencillez, como las carcajadas, los surfistas sentados sobre sus tablas, que se ven como focas, esperando una ola. Y me voy con la imagen del cementerio Waverley entre las payas Bonday y Coogee, que sabiamente, junta la paz del más allá con la vida que sugiere ese inmenso y australiano mar.

¿A alguien le apetece una pizza de kanguro tal vez?

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