No sé que temperatura hace, mi teléfono muestra que en Oslo hay un grado sobre cero, pero en Tokio debe estar en mucho más que eso porque estoy sentada en las mesitas de afuera de un café de Ginza.
Me siento como cuando era niña, que nos sentábamos en la puerta de la casa en unas sillas a ver la gente pasar. Típico de los pueblos. A lo mejor tengo mi lado pueblerino todavía agazapado en algún ladito de mi corazón.
El cafecito está al lado de la estación del metro de Ginza, se lama “Le Café Doutor”, me suena a Café Le Doctor pero igualmente pronunciado, otra vez, por un hombre de pueblito que quiere ser respetuoso, como le decían a mi papá “dotor” Santamaría. No es mi primera vez en Tokio, en los últimos años he venido al menos una decena de veces, por lo que ya se siente como una casa, aunque sigo buscando mi café ideal.
Ya no necesito enloquecerme para aprovechar el tiempo y conocer monumentos o íconos turísticos, no soy una turista ya. Tengo mis lugares favoritos ya.
A mi lado derecho dos chicas japonesas cotorrean y más allá otras tres y del lado izquierdo un gringo cortejando a una niponita, al lado de ellos una doña que ya se ha tomado como dos cafés y tres tés, también como yo viendo a su alrededor. Me encanta Japón, no entiendo un pepino de lo que dicen los japoneses, pero ya los entiendo y ellos me entienden a mi.
Entraron dos españolas con caras de marujas. Ya no sonrío si escucho a alguien hablando castellano para entablar conversación, al menos hoy no, ayer, me instalé con una inglesa de Manchester vegetariana en el famoso cruce de Ginza, me enteré que era diseñadora y que viajaría a Corea del Sur después de japón, igual que yo en tres minutos. Ella supo que yo era venezolana casada con un noruego y que ya había venido a Japón, que tenía un perro que se llamaba Tito y que no era vegetariana.
Acaban de entrar una mamá china con sus tres chinitos gritando y alborotando, de repente sentí como si hubiesen entrado unos maracuchos gritando en un restaurante de gochos. Es que parecen pero no son, los chinos se expresan, digamos que tendrá la culpa la represión en la que viven pues. No sé, no le busco explicación, ellos son así.
Es impresionante, entre otras cosas, las bolsas de Burberry, Chanel, Lancome, Cartier, Dior, y cualquier marca cara que exista ondulando cual banderas en cada mano amarilla. De vez en cuando una HM o una GAP, en una mano rusia como la mía.
Los chinos y los japoneses vienen de otro planeta, los coreanos sus hijos ilegítimos, secretos que nadie quiere reconocer y se han criado en la sombra, pero son de corazón noble, según yo, poseen lo mejor de las dos especies, pero ellos mismos no lo saben.
Los chinitos entran y salen, gritan se montan en las sillas, no consumieron nada, y se van.
Un gran reloj que no había escuchado nunca canta las cuatro de la tarde y todo, menos sereno.
Una abuela japonesa que estaba sentada al lado de los chinos, cuando estos se van, arregla el desorden de sillas que dejaron, un poco neurótica la doña (yo hubiese hecho lo mismo la verdad), se sienta, sigue arreglando sillas, y cuando termina, se pone a ver la gente pasar, igual que yo.
Entra una chica joven cargando un coche, una bebé de al menos dos años cuelga del carrito, dormida va con la cabecita despelucada afuera y los bracitos colgando. Yo no aguanto la risa, la chica no me ve a la cara pero se ríe, ella sabe que la imagen es graciosa. A los dos minutos sale del café porque no hay sitio para ella y su niña contorsionista.
Una sirena que sale de una limosina me saca de mi estudio sociológico y me devuelve a la realidad de que en cuatro horas voy a reportar en la radio y tengo que echar un vistazo a las actualizaciones de los cables y que el esposo espera para cenar.
Me voy dejando a la abuelita japonesa acompañada de dos muchachas que llegaron con pasteles y café, mientras me pongo la chaqueta la veo tomar el primer sorbo y con un gesto universal, aprieta los labios al saborear con un disfrutado “ahhhhhh” se relamió los labios.
Creo que tenía hambre, porque está come que come pasteles con cara de felicidad.
De todo lo que he visto, mi abuelita japonesa me deja claro, hoy más que nunca, que los chinos son desordenados y que el café y los dulces confortan el alma en todas partes.
