Hong Kong es uno de esos destinos en los que se disfruta aun más con unas monedas extra en el bolsillo, así de manera holgada y variada poder experimentar las bondades, sobre todo culinarias y  sensoriales que ofrece la región. No es un destino barato, per se, pero dependiendo del tipo de cambio que tengas, te van a favorecer más o menos los precios de aquí.

Pero no te asustes, el dinero no es una limitación. Hay para todos los presupuestos, pues como dije al comienzo, es una experiencia sensorial.

Una de las características que sobresalen de este destino vibrante, es la juventud. Los jóvenes son protagonistas de esta China de dinastías y mercantes, de paneles rojos y lámparas de papel que contrastan con los olores del te Olong hecho chocolate.  Una mezcla de lo ancestral con la interpretación moderna para quienes quieren una ciudad de libre pensamiento. De ahí que estos jóvenes cantoneses de creatividad impetuosa no dejen de poner sus motores a funcionar a toda máquina para exudar originalidad.

En este viaje me he quedado encantada de ver cuan duro trabajan por hacer que sus sueños se hagan realidad, aunque sea por una corta temporada. Lo digo porque la competitividad y el miedo al fracaso son los fantasmas que les sabotean y asustan constantemente.

Estaba pateando por el área de Soho, después de haber comido unos increíbles Yakitori en Yardbird, (un restaurante con un concepto moderno japonés, que el año pasado estaba su apogeo y, aunque hoy sigue siendo popular, tiene que competir con Chom Chom, un vietnamita a una cuadra más arriba, que recibe clientes que comen hasta en la calle), buscaba un sitio donde sentarme a tomar algo y algo me sucedió.

Tuve la sensación de que el fuego que está a punto de bullir de los habitantes por desprenderse de lo que les «secuestra», por salir de la pupa es contagioso.

-Me he contagiado! – Dije. Abriendo los ojos como dos platos.

Me di cuenta porque cuando me senté en un decrépito bar inglés, bueno,  porque una tiene la idea de que en los pubs se está bien, tradicionalmente, al menos en Inglaterra…  me sentí tan fuera de lugar. La atmósfera ahumada, cuadros torcidos, baño con olor a producto azul. Estaba sentada ahí, en esa tristeza, entre quienes se rehusan a despegarse de la pastosidad de lo sórdido que no aguanté sino una pinta de cidra. (Esa sí estaba muy buena por cierto, The Angry Orchard, no se puede negar).

Salí despavorida buscando aires frescos. Energías concordantes con la esencia de Hong Kong. Y me dije:

-Este tipo de sitios (el pub ese), son los que te invitan a morir. Zape! Nada que ver!

En toda la esquina, como quien encuentra una flor de loto, encontré 65 Peel Bar. Que buen sitio!

Vendían cervezas locales y tapas chinas típicas pero con un twist. Super agradable. Un ambiente abierto para todos, buena música como para compartir, beber y degustar hasta tarde.

En ese bar aprendí que a la cerveza en cantonés se le dice «Te de hierbas extranjero» porque en la medicina tradicional, los té se beben calientes y como la cerveza era fría, no la encontraban del todo saludable. Ahora se manufactura artesanalmente.

Lo rico de este destino es que no se acaba. Siempre hay algo nuevo dentro de lo típico y se reinventa constantemente. 

Una vez hablé con un chef de comida molecular de HK que se había mudado a Tokio, y me decía que el reto en su tierra es reinventarse. Eso sucede aquí. Como en el mundo tecnológico que tanto les gusta, van creando versiones actualizadas y mejoradas de sí mismos, cada vez.

Para los occidentales esto puede parecer extravagante o chillón en algunos casos, pero en este apéndice de cabecitas negras, para poder sobresalir, a veces tienen que gritar.