En el capítulo diez de mi libro de noruego estamos estudiando los cuentos. No los cuentos de camino sino cuentos folklóricos y me he metido en un mundo de historias fascinantes contenidas en la literatura infantil nórdica. Troles, montañas, deidades, duendes y mitología que me llevan a destinos en otras dimensiones. Mundos lejanos a los que sólo se viaja en sueños.

Y entonces me puse a fantasear un poco porque la realidad de mi adultez ahora mismo pesa y lo más conveniente es usar ese mágico billete de imaginación que me gané en la escuela, por eso trataré de escribir mi propia historia. Hoy nos vamos con destino a Soria Moria, un castillo dorado al otro lado de una montaña que nadie encuentra, sólo aquel valiente que vuelve en busca de su amor. Del noruego, les traigo la versión criolla a lo Flor Santamaría.
Había una vez, una princesa que vivía en un pequeño reino llamado «El Rastro» en la llanura de un país de maravillas. Un lugar donde el viento seductor le levanta la falda a las chicas y le acaricia el pelo a las palmas de moriche. Un reino donde las garzas coloradas de fuego pintan los labios del horizonte y las blancas abanderan los sueños de paz.
A esta princesita le encantaba salir a pasear por su reino, saludar a los pobladores que se sentaban en las puertas de sus casas a ver el día pasar y a refrescarse a la sombra de frondosos árboles de mango. La saludaban y ella se detenía a conversar con su manera singular y todos la querían y respetaban. Esta niña no era entre todas la más linda como en general lo son la mayoría de las princesas (aunque era mucho más linda que las actuales princesas de la tv), pero tenía el don de la dulzura.
A la princesita llanera le encantaba cortar flores silvestres que las plantitas que crecían sin cuidado en las orillas del camino le ofrecían y que a pesar del insoportable calor que allí hacía, adornaban sus esquinas sin marchitarse. Contrariamente a mayor calor, mayor color.
Esta real pequeña, olía y cortaba, podía pasar que alguna flor no tuviera particular aroma pero no discriminaba. Igual había flores más comunes y aún pensaba que el balance entre lo bello y lo común era importante para hacer un hermoso ramo.
Luego presentaba a la reina, los más variados y delicados bouquets, de esos que hoy costarían una fortuna en cualquier tienda. Ixoras rojas, rosadas y amarillas, margaritas, carolinas, flores de jazmín silvestre, lirios, mastranto, trinitarias y azahares vivían juntas entre follajes también diversos, desprendiendo olores, endulzando salas, estancias y salones.
Se le escuchaba en la mañana: -Madre, voy a salir.
-Está bien, pero ten cuidado con las culebras del monte niña. -No te preocupes mamá que las culebritas no me hacen nada- respondía alegremente- pues al parecer, también tenía una cercana conexión con los animalitos del campo.
Pero tanto cortaba flores que un día la reina le dijo: -Hija, no sabes que las flores son las hijas de las plantas?, que a ella les duele que les quites a sus hijas? Que les hales sus hojas?
Y prosiguió la madre,
-Ellas están más bonitas en sus ramas, y así todo el reino podrá también admirarlas y olerlas, no sólo yo, tenemos que pensar en el bienestar de nuestro pueblo. Está bien que me regales flores algunas veces, pero recuerda pedirle el permiso a las madres plantas antes de arrancarlas.
De ahí en adelante, cada vez que la princesita de nuestro cuento arrancaba una flor decía: Querida amiga, soy la princesita, creo que eres hermosa y me gustaría regalarle una flor a mi mamá.
-Yo sé que tus hijitas quieren estar contigo, pero tu tienes tantas que sería muy amable de tu parte si me dieras una. Y terminaba su ritual diciendo: Te prometo que la pondré en un envase muy bonito con agua abundante para que adornen por más tiempo. Así también ellas habrán cumplido su misión de alegrar por más días.
También algunas veces pedía el permiso para ofrecer el tierno adorno al Altar de una pequeña capilla cercana.
Y así pasaron los años, a medida que crecía fue perdiendo su interés en adornar la casa o cortar las maravillosas flores, y cuando se convirtió en una señorita, ya en edad casadera prohibió que cualquier pretendiente le regalara ramos, ni si quiera una simple rosa. Por qué había cambiado la niña?
Ella admiró y olió la belleza de sus jardines en el reino de la memoria para siempre y así, empezó a volverse mariposa.
Un día de enero, celebrando la fiesta de los Reyes Magos, llegó un príncipe de un reino muy lejano. Era el príncipe de las nieves, el hielo y el frío. Tan diferente a ese llano caliente, verde y oloroso. En el país del joven extranjero el sol poco salía, tenía ordenes estrictas de dejarse ver a penas la mitad del año, y con él las flores.
Pero escrito estaba que se fuera con él, tenía ella su misión también, de igual manera que los florales arreglos que un día adornaron los salones reales.
Tuvo que dejar a su madre, a su padre a sus hermanos y a su pueblo a sus deberes como soberana para irse a ultramar, cruzando valles, ríos, montañas y desiertos helados. A un reino tan distinto. Pero antes de que se hubieron casado, cosa curiosa, cuando el príncipe, montado en un oso polar blanco, llegó a pedir su mano dijo:
-Señora reina, yo sé cuanto ama usted a su hija y cuanto le hará falta su perfume y su colorido, pero me gustaría casarme con ella y llevarla a mi reino. Yo la regaré y la cuidaré. Le pido me deje arrancar de su mano a esta su Flor.
Como ven, la princesita de nuestro cuento que de casualidad se llamaba Flor (como yo), llegó al castillo de Soria Moria. Allí vivieron felices y nunca tuvieron frío y cada vez que el sol se deja ver, aunque no quema, alumbra los recuerdos de ese reinado lejano y vaporoso, donde las flores del camino son generosas y hermanas. Ella llegó a convertirse en la reina de las nieves.
Snipp, snapp, snute, så var eventyret ute, en español: colorin colorado este cuento se ha acabado.

Excelente versión llanera Florecilla…
fresco.. maravilloso.. impecable…